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jueves, 8 de abril de 2010

LOS PLACERES COMPRADOS DE ROMA

Soy tuya por dos ases de bronce. De esta manera se ofertaba una prostituta a través de un grafiti en la ciudad de Pompeya, al igual que otras tantas lo hacían en todos los rincones del imperio romano. Los lupanares eran habituales en Valeria (Hispania), Cesarea (Judea), Timgad (África), y por supuesto en Roma, y dentro de ellos dependiendo del capital disponible, se podía acceder a un género variado, si bien en la Urbs existía una clara distinción en base a dónde estuvieran situados los burdeles. Así, el menos acaudalado debía dirigirse sin muchos escrúpulos y exigencias a los pestilentes, según los describió Horacio, fornices, situados en el Trastevere: mejorando la oferta, aunque también económicos, estaban los locales de la Subura, un reducto suburbano donde se concentraban los vicios y placeres de la capital del mundo; finalmente, si lo que se pretendía era limpieza y calidad, entonces el cliente podía cambiar de colina y trasladarse del Esquilino al Aventino para encontrar los burdeles más finos, en los que no era suficiente con llevar dos ases de bronce, sino que era precisa una bolsa llena y sin temor a dejarla vacía.
No obstante, a pesar de las censuras de Augusto o del intento de prohibición de Alejando Severo, la sociedad romana era mucho más liberal que la actual y, en un alto porcentaje los gustos sexuales no se limitaban a relaciones heterosexuales, por lo que quien quisiera disfrutar de los placeres de un efebo o un varón adulto sodomita disponía de ciertos locales ex profeso, o de los alrededores del puente Sublicio donde, ocultos en las sombras, esperaban los chaperos la llegada de clientes, aunque sin duda fueran las termas los mejores mercados para el tráfico del placer homosexual. La prostitución en Roma se consideraba necesaria para el hombre. De esta manera, Marco Porcio Catón, apodado el Viejo o el Censor, y considerado uno de los políticos más conservadores de la Antigüedad, la justificada como beneficiosa para el desahogo de los jóvenes pues evitaba que éstos se acercasen a las mujeres casadas y evitaba el adulterio.
Las matrona romanas liberadas por tanto del acoso pueril, recorrían las calles en su pasear cotidiano ataviadas con vestimentas y peinados poco llamativos y decorosos, muy distintos a los coloridos y provocativos trajes de prostitutas, que complementaban con desenfadados peinados y recargados maquillajes, todo ello para despertar el capricho masculino. Esta forma de vestir fue modificando sin pretenderlo la moda femenina, ya que loas mujeres honorables no tardaron en reivindicar el derecho a guardar en el armario su poca sugestiva stola blanca, adoptando otros usos más desenvueltos. La sociedad romana, en general, no mostró excesivo desprecio hacia la labor ejercida por las prostitutas; sin embargo, sí se ocuparon en apodarlas casi siempre de manera despectiva con nombres otorgados en relación a diferentes circunstancias o momentos. El más antiguo fue el de lupa o loba, curiosamente el mismo animal que amamantó a los fundadores de Roma y que constituye la raíz del término lupanar.
Otros términos humillantes fueron babosa, el molusco, que en latín era limas, o scrapta, refiriéndose al recipiente utilizado como escupidero. También se los nombró por categorías: en la más alta estarían la meretriz y la delicatae, es decir, las más discretas y caras: las prostibulis eran las que hacían la calle, y entre éstas se distinguían las estacionarias, como las scrotatio, o las ambulantes como las ambulatrae o questus; a las que frecuentaban los cementerios se les denominaba bustriae y si preferían ofrecer sus servicios en los acantonamientos militares, putae. Del mismo modo, el horario de trabajo también condicionaba la forma de designarlas, de manera que las que no tenía licencia diurna, es decir, las obligadas a ejercer después de la hora nona, eran las nonariae. Según su especialidad podía ser cularae, que permitían el coito anal, o fellatrices, especializadas en el manejo de su boca. Estas categorías condicionaban el precio de los servicios, pudiendo variar desde los dos ases, comose oferta en el grafiti de Pompeya, hasta la considerable suma de dieciséis. Sin embargo, las delicatae podían cobrar lo que quisieran, llegando a ser admiradas por su saber hacer o despreciadas en los textos literarios al ser consideradas como insaciables económicamente y arruinadoras de incautos. Plautó las satirizó en un texto al relatar cómo fue cazado por una meretriz un enamorado, poniendo en labios de la mujer una frase que debió ser muy habitual: dame esto por favor, amor mío, si me amas.
A la que contestaba el engañado: pues claro niña de mis ojos, tómalo y si quieres más no tienes más que pedirlo. Qué duda cabe que lo mejor para la economía era la abstinencia o, si la apetencia era acuciante visitar un burdel, con precios establecidos e incluso gravados con impuestos desde los tiempos de Caligula, ya que aunque se tratase de un lugar pestilente, oscuro y sin ventilación, el leno o propietario podía aconsejar al cliente sobre el género, éste podía disfrutar de intimidad e higiene posterior y después regresar junto a su familia una vez satisfecha su demanda. Algunos de esos clientes dejaban en los muros de las reducidas cellae meretriciae que servían como habitáculos para el acto sexual, una inscripción a modo de crítica para futuros clientes o, como en el caso de Pompeya, para ser recuperados siglos después, dando testimonio del comercio canal en la Roma imperial: Así que llegué aquí, follé y regresé a casa.


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